domingo, 28 de septiembre de 2014

Cinco minutos

-Llego en cinco minutos.

Entré en su portal sin entretenerme en respirar hondo cinco veces como solía hacer siempre que tenía algo importante entre manos.
Sentí un escalofrío por cada escalón subido. Para cuando llegué al último, ya todo mi cuerpo había sido complacido en calambres de hielo abrasador. 
Pero aquello no era suficiente para mi. Llevaba conmigo una bolsa repleta de miradas furtivas y temblores con banda sonora.
Llamé al timbre.
Pensé llamar otra vez. 
Y otra.
Y otra.
Quería llamar mil veces.
Tal vez mi mente confundió el timbre con noches bajo sábanas con ticket para dos, apestadas en tabaco.
Él abrió, y conforme más se desplazaba la puerta, más abría yo los ojos. Mi cara se resumía en dos puntos azules gigantes sumergidos en un mar sonrojado. Mi cara ardía y una sonrisa impertinente tiró de mis labios, obligándome a hacer lo último que quería en ese instante tan humillante. 
Yo no quería sonrisas domingueras viendo llover por la ventana, ni palabras patrocinadas por el bote de purpurina más grande del mundo, ni abrazos pegajosos en algodón de azúcar. No, yo no quería un encuentro dulce.
Yo quería caminar sobre el fuego junto a él. Morder sus miedos hasta hacerles sangrar y dejar que él lamiera toda mi timidez.
Quería sentirme estúpida e indestructible aferrada desnuda a su guitarra, conociéndonos la una a la otra mientras él saca un par de cervezas sin dejar de mirarme. Yo quería que me compusiese la canción más horrible jamás creada siguiendo las notas de mis lunares. De todos mis lunares.
Quería descubrir sonidos nuevos uniendo nuestros egos agrietados. Despojarnos durante unas horas del tiempo y coherencia, y vestirnos con el deseo eterno.

Y ahí estaba yo, quieta...

-Oye...-empezó él.
-Perdona, creo que no debería ir-dije yo.

...en la parada de metro, con un manojo de deseos bajo mi ropa interior, con una gabardina enamorada de lo prohibido.








jueves, 25 de septiembre de 2014

Sueños con aroma a café

Volvía a casa, era temprano, o tal vez demasiado tarde. Mis pasos eran pesados y mis brazos temblaban de cansancio. Todo eran cuestas aún siendo llano el camino.
Aún con todo, me gustaba el color del cielo, era lo único que me hacía sentir arropada, parecía decirme "deja de pensar, en breves podrás descansar". Pero maldita sea, no quería descansar, así pues, como era habitual en mi, llegué a casa y me eché un café bien cargado. Total, ya había amanecido prácticamente del todo y dormir me asustaba. Necesitaba ordenar cada instante de aquella noche en mi cabeza para poder pedirles explicaciones más tarde y temía que al dormir se hiciesen un nido de hilos enredados, imposibles de deshacer al despertar.
Y allí estaba, sentada en el sofá, mirando con recelo al sol salir por la ventana, pensando en lo fácil que era todo para él.
"Ojalá fuese sol" "Vaya egocentrismo el mío".
Y así pasaron las horas, saltando de pensamiento en pensamiento, a cada cual más incoherente. 
Acabé aceptando que hay noches tan horribles que acaban siendo perfectas; la clave del desastre reside en el día siguiente.
Al día siguiente comprendes que eres una estúpida coleccionista de recuerdos de cristal, frágiles pero bellos, sinceros pero catastróficos. Recuerdos que te hacen coger frío, tanto como para correr el riesgo de enfermar.
Esa noche me gané una medalla por mis errores. Grité todos mis silencios, arrugué mis miedos y los tiré a la papelera, besé los labios de lo imposible y empujé al precipicio todo aquello que amaba entre sonrisas machacadas por mis lágrimas.
Pero la clave continuaba estando en el día siguiente a la fatalidad.
Sonrojé a mi espejo con una intimidante mirada repleta de rencor, odio y cierta arrogancia.
¿Cómo podía alegrarme lo más mínimo de ser tan idiota?
Pasé toda la tarde abrazada al humo de un cigarrillo, sentada en una butaca, observando cómo las nubes del desastre desaparecían poco a poco, aclarando mi azul. 
Tiré la colilla al escenario, ya podía estar tranquila. Ya podía marcharme.
Todo había sido un sueño. La noche no había sido noche y el día no existía, porque era noche.
Sudando en escalofríos salí a dar un paseo. Fui directa a la papelera más cercana en busca de mis arrugados miedos; los necesitaba cerca de mi, para no tener miedo.
Aveces necesitamos mojarnos bajo la lluvia para mantener nuestra mente seca.
Aveces, convertimos la realidad en sueños para no tener pesadillas, y otras, transformamos las pesadillas en realidad para tener una excusa para soñar.

-He tenido una noche horrible.
-¿Quieres un café?
-Vivo en un café constante.
-Cállate.







miércoles, 24 de septiembre de 2014

Noviembre azul

Recuerdo aquel día. Sí, recuerdo el día en el que la esperanza se escapó por completo de todos mis planes.
Tras casi tres años caminando por callejones sin salida, había logrado encontrar una explanada silenciosa y amplia, y aún así, en una parte de mi mente continuaba acurrucada frente a una pared mugrienta, acorralada por la oscuridad.
Es curioso que no estuviese triste al dejar atrás montones de amaneceres rodeados por viejas pegatinas de los noventa. Tampoco sentía nostalgia de aquel parque en el que descubrí lo que era pasar frío, ni por aquella churrería a la cual íbamos los domingos a las seis de la mañana, muertos de sueño.
No lloraba por tener que enfrascar recuerdos en tarros cuyas etiquetas decían "No se repetirán más". Es más, los enfrasqué rápido y en cadena una mañana recién levantada, antes de irme a la facultad.
Al fin y al cabo, el parque seguiría estando allí; aún podía ir y apoyarme en el muro frente al tiovivo y sacar mi libreta. Y escribir sobre perros parlantes, ninfas con tacones o payasos trajeados.
Todo continuaba siendo posible; sin duda eso me alegraba, pero no lo suficiente como para tener esperanzas de sobrevivir en mitad de un mundo despojado de sensibilidad y color.
Es posible que yo sola me adentrase en callejones sin salida; es posible que buscase a toda costa la autodestrucción para usarla de paraguas cuando la vulnerabilidad comenzaba a lloverme encima.
Odiaba amar, pero deseaba ser amada. Pero odiaba mostrar que amaba que me amasen.
Por aquel entonces, incluso creí que yo misma me había echado mal de ojo al mirarme en el espejo.
¿Cómo se deshace uno de una maldición echada por uno mismo?
¿Cómo salir de un recuerdo que no recuerdas?
Era todo más fácil de como había imaginado.
Todas mis dudas se disiparon semanas después.
Pinté mi explanada de azul, puse verjas en la entrada de todos los callejones y me limité a observar mi obra de arte.
Fue una noche de Noviembre. No podía dormir, había mucho que escribir.



lunes, 22 de septiembre de 2014

Mentiras en una cucharilla de café

Descompuse mi alma con los pigmentos de una melodía inacabada, firme y vulnerable al mismo tiempo. Cuerpo frágil en mis sueños. Mente de hierro en mis despertares.
Tiento a lo efímero para que me arrope sin juicios. Quiero temblar bajo la manta de mis recuerdos y a la vez detesto mi pasado. Quiero desaparecer del ayer para encontrarme en el mañana y así poder presentarme ante mis sentidos, pero no puedo olvidar que mi subconsciente tiene otros planes para mi.
Torturo a mis labios cada vez que acudo a la celda de mis palabras. No encuentro la llave que las libere.
Mojo mis páginas con los restos de un café que no terminé por miedo a la soledad de una taza vacía.
Ya no me queda locura, la gasté toda entre las sábanas de una noche de invierno, ardiente y helada al mismo tiempo; y ahora la busco. Ahora acuchillo a la cordura convencida de poder acabar con ella.
Y en realidad nada es cierto. Nada me consuela. En realidad sólo temo al silencio de mis latidos, que despacio me recuerdan que me quieren, que esté tranquila.
Si todos mis latidos me quisieran como quiero yo a la oscuridad, habríamos sucumbido en las garras de la luna, enigmática y maquiavélica, como mi mirada, que en un estúpido intento de brillar, sólo logra intimidar a los espejos de la frialdad.
Quién sabe si no destruí la llave de mi celda entre el fuego de las sábanas de aquella noche en la que me bebí toda la locura que me quedaba.
Condenada a gritar en silencio, hoy querría acurrucarme junto a mis palabras, que desgastadas, piden auxilio cada día.



domingo, 21 de septiembre de 2014

Bellas orugas

Aburrida en casa, sentada en el sofá, disfrutaba de mi día libre y a la vez pensaba en lo insustancial que es el tiempo cuando es pleno para ti y todo lo que te apetece hacer se resume en nada. Es decir, quieres hacer mil cosas pero en realidad sabes que ninguna es posible y sólo te queda la opción de hacerte un café y mirar por el balcón sin ganas.
Igual soy yo, que no tengo valor de gritar cuando tengo ocasión de hacerlo, qué se yo.
En efecto, me tomé mi café, cuando se me ocurrió salir al parque con mi hermana pequeña, quien aceptó.
Allí fuimos, libro en mano, dispuestas a encontrar el mejor trozo de cesped, lejos de la gente y cerca de los columpios, para acecharlos con disimulo.
Acabamos en un banco, rodeadas de gente por todas partes. Misión fallida.
Mi hermana y yo somos tímidas y odiamos todo. Sí, todo menos las pequeñas cosas que te hacen sonreír y desconoces por qué, pero sabes que es verdad, pequeños instantes bellos sin pretenderlo.
Ella me propuso cantar una canción de The Smiths, grupo que podría definirse como el perfecto amante. Frankly Mr. Shankly fue la elegida; es graciosa y extraña, ridículamente perfecta.
Y allí estábamos las dos, letra en mano, cantando despreocupadas, riendo por nuestro inglés de pega,  ignorando risas y miradas burlonas. Sabíamos que no cantábamos bien, pero eso era lo mejor. ¡Éramos todas unas artistas marginales!
Plenas de felicidad, sí, por las pequeñas cosas que te hacen gigante.
Lo que sucedió después es historia.
Terminé en urgencias llena de picaduras de orugas que escalaron a nosotras en pleno momento de euforia.
Y qué demonios, seguimos recordando ese día entre risas, de esas que hacen a mi hermana darme golpes en la espalda, lo cual es un adorable acto de amor y confianza por su parte hacia mi. Si me lees, no dejes de hacerlo.
Y es que hay días vacíos por completo, y hay minutos llenos a rebosar, capaces de cubrir con su intensidad meses de oscuridad.
Fame, fame, fatal fame.




Un párrafo de mi vida

En esa acera, junto a la carretera, todo acabó. Odiaba las despedidas pero aquella la anhelaba, sintiéndome horrible por ello.
Él me miró incrédulo cuando la lluvia de mis palabras mojó su rostro. Creo que no me creía, y a la vez creo que sí lo hacía, por su expresión plena de decepción y dolor.
Habían sido casi dos años en busca del amor en los brazos de una imitación del mismo. Creo que me conformaba presa del auto engaño, atada a los hierros del cariño.
Y allí estábamos; él sentado en un bordillo y yo de pie frente a él, moviendo mis piernas lentamente con cierto desdén y nerviosismo.
Imbécil de mi por no sentir el dolor suficiente en medio de esa tormenta.
Debía ser algo así como una estatua evaporada en indiferencia. Pero en realidad quería llorar, aunque no entendía el por qué, al fin y al cabo, era algo necesario para los dos.
Estábamos metidos en un laberinto sin pasillos ni misterios, donde siempre nos encontrábamos sin querer, metidos en una pasión predecible. Un cuarto cerrado en el que no sentía el temblor de mis pechos al bajar las persianas.
"No estoy enamorada" La condena.
"Debo coger el autobús, es el último" La salida.
Y durante mi viaje de vuelta a casa, anochecía lentamente de ventanilla en ventanilla, arropada por mi pelo desquiciado en acontecimientos, tachando estribillos de canciones en mi mente.
Había hecho lo correcto.
Y aún así, el laberinto no estalló hasta dos semanas más tarde.




miércoles, 17 de septiembre de 2014

Imaginemos un mundo ciego



Imaginemos un mundo ciego.

Un mundo en el que nada estuviese inventado, en el que todas las palabras fuesen únicas y despertasen en nosotros escalofríos en el alma. Un mundo sin verdades ni mentiras, donde todo fuese, sin más.

Imaginemos que podemos correr por la calle, gritando sin motivos, felices y despojados de prejuicios. Que coger una flor crecida en el asfalto no imantase miradas burlonas. Que reír bajo la lluvia por el simple hecho de mojarnos fuese como una canción más del disco de la vida, y no una interferencia extraña de la radio.

Imaginemos que los besos fuesen nubes y tuviesen tantas formas como sabores tiene la heladería más grande jamás creada.

Imaginemos, por qué no, que la vida es un helado, frío y cálido al mismo tiempo, que deja un regusto dulce en nuestros labios con cada etapa superada.

Un mundo sonrojado con la luna, valiente con el sol.

Tal vez, podrían existir caricias eternas, historias infinitas resumidas en sonrisas.

Imaginemos un mundo vacío de principios y lleno de nobleza.

Que los conceptos morales no determinan nuestra forma de pensar, siendo prescindibles ante una cogida de manos de dos desconocidos que cruzan juntos el puente del miedo, riendo sin barreras, sin saber que el miedo, es miedo.

Imaginemos que conocemos el amor y lo acunamos entre todos en la cuna del odio, siendo este último un simple soporte penitente obligado a sostener a su amo.

Imaginemos que el mundo es imaginar, que nada existe y todo es posible. Que lo conocido y desconocido es irreal.

Que el rencor, la envidia, la maldad, el enfado, la avaricia y el egoísmo son tormentas mitológicas, palabras que nadie se esforzó en inventar por falta de necesidad.

Imaginemos un mundo ciego. Imaginemos que somos humanos.




Una página

Los recuerdos desdoblan las esquinas de tus páginas. No dejan que huelas el aroma del ayer, desgarran la tinta de tus versos, enterrando tus pasos bajo los tachones de lo que nunca tuviste el valor de hacer.
Vivimos en las páginas de un libro, vagando por la quietud de la oscuridad de un papel amarillento, sin renglones, sin instintos.
Pasamos toda una vida en busca de un pincel que nos salve de la realidad, aterrados ante lo vivido, derramando lágrimas como medio de transporte hacia la cordura de lo inexistente.
Contemplamos la luna desde la contraportada de nuestros silencios. Frágiles y vulnerables, vivos y muertos. Somos todo, y todo es nada. Somos una mota de polvo entre las páginas de la novela del universo. Buscamos ser protagonistas, logrando sólo tachones imperfectos.
Los versos son para valientes, el vacío, para los que nunca besaron los dulces labios de la locura.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Ella, que todo lo destruyó, cuando ni la noche existía

Colocaba meticulosamente sonrisas de desconocidos en la estantería de sus párpados. Perfumaba su presente con susurros de su pasado. Pintaba con lágrimas los lienzos de sus errores.
No era capaz de soltar los fríos dedos de la locura, y en cambio no dudaba en quitar la correa a la cordura.
Arriesgaba su risa saltando en los charcos masivamente poblados por miles de gotitas desterradas y cientos de furtivos recuerdos escarchados en niñez.
Se plantaba en mitad de las calles, cerrando los ojos, cuando miles de pisotadas la invadían, para pedir a su miedo que dejase paso a la brisa del riesgo; la brisa de lo inesperado.
No quería que nadie se acercara a su llanto y a la vez anhelaba un sin fin de besos suspirados.
Corría tras la estela del ayer, fumaba los cigarrillos del mañana y vivía coleccionando nada más que eso: sonrisas en la oscuridad.
Ella, que todo lo quiso olvidar, cuando todo estaba olvidado.

Un bastón en la arena

El cántico de las olas empujaba la brisa hacia la cara del señor, que sentado en la arena ignoraba la humedad de ésta.
Cada mañana acudía a la llamada de esa brisa perfumada sutilmente por un coro sin fin de criaturas marinas. Podía notar la esencia del mar abrazándole con delicadeza y maternal cariño.
Siempre pensó que la mar era la madre de todas las lágrimas. Lágrimas de tristeza y alegría que solo podían ser acunadas por una madre bonita e inmensa. Con este pensamiento, el señor de trasero húmedo por la arena, comenzaba un viaje cuyo transporte eran sus manos y cuyos pasajeros eran sus sentidos; viaje hacia el interior de esa húmeda y cosquilleante arena.
Le gustaba repetir esta acción cada mañana, ya que era cuando los granitos aún dormían envueltos en sus mantas formadas por otros granitos. El señor les despertaba acariciándolos con ternura con la nave tripulada por sus sentidos. Sentidos que se pegaban a las ventanas con alegría para ver y sentir a partes iguales.
El cantar de las gaviotas suplicaba sus minutos de protagonismo, obsequiando al señor cada día con una balada lenta y tranquila, cuyos coros eran las olas del mar llevando pentagramas espumosos a la orilla, para luego partir de nuevo.
Cuando el viaje y la música acababan, el señor se incorporaba y caminaba hacia la orilla para recoger las notas que los espumosos pentagramas habían dejado a su paso.
Conchas redonditas y ovaladas, de textura áspera y nostálgica, como una pizarra vieja, gastada por miles de tizas ansiosas por dibujar cosas que jamás existirían.
El señor recogía decenas de notas ásperas para luego llevárselas a su nieto, quien le compensaba con el regalo más bonito de todos: una risa repleta de alegría e ilusión. Poco más necesitaba para ser feliz. No necesitaba ver para sentir, ni vista para ver. Solo le hacía falta que el telón de la mañana se abriese cada día, y el aplauso final de la representación, transformado en la risa de su nieto.
Cogió su bastón para poder percibir el camino de vuelta a casa, sintiendo un escalofrío por toda su alma, provocado por la inmensidad de la brisa, el olor del mar, el cantar de las gaviotas, las conchas de su bolsillo…
Mientras, otro señor pasó por su lado, ajeno a todo, exclamando malhumorado que sus zapatillas se habían ensuciado.
-Mira por dónde vas-dijo entonces el señor ciego al hombre de las zapatillas. Y siguió caminando, sonriendo.

Telón

Cada noche daba el grito de salida para que sus recuerdos le acompañaran. No se sentía arropada por ellos, es más, le ofrecían almohadas heladas y sábanas de cristal. Pero, los necesitaba cerca para que la luna y las estrellas no se burlasen de ella y sus lentos parpadeos. Párpados carceleros de lágrimas criminales.
Enfrentaba un pie con el otro desde su cama a la vez que el telón de sus recuerdos subía.
Reía para que esos momentos del pasado no se aburriesen de ella y decidiesen marcharse para siempre. Conspiraba con los labios de la locura para que lo ilógico diese paso de una vez. Se cruzaba de brazos ante la incorporeidad del silencio y, saltaba en su desgastado colchón hasta que el telón bajaba, recordándola que por mucho que lo intentase, nunca un salto le llevaría hasta esos mechones que no hace mucho le daban los buenos días, iluminados por el primer rayo del sol.
Y cada noche gritaría, sí. Hasta que él apareciese a su lado para taparle la boca con un beso, diciéndole que dejase dormir por esa noche a los actores de la función de sus recuerdos.
El telón no subiría hasta que él marchara.

El eterno maullido

Sus orejas incitaban al desconsuelo de mis lágrimas. Se movían despacio con un desdén que no pretendía ser disimulado. Me resultaba entrañable su indiferencia y a la vez ésta era la causante de que todos los días hubiese invitaciones al llanto en el buzón de mi corazón. O al buzón de mi mente. Qué más da. Corazón y mente eran solo dos hermanos enfrentados a los que ya hacía tiempo había abandonado por no poder reconciliarlos.
Me miraba impasible con sus patitas pobladas de pelo espeso y me acariciaba insultante con sus canicas azuladas.

No esperaba nada de él y él no esperaba nada de mi. Él no me pertenecía y yo no lo pertenecía a él. Es más, ni siquiera me había molestado en ponerle nombre en todos estos años. No vivía conmigo y yo no parecía ser digna dueña para él. Pero, por alguna extraña razón siempre aparecía contoneando su discreción cuando me lanzaba hachas invisibles en la oscuridad del día.
En cambio desaparecía ante la claridad de la noche.
Su mirada era como la mía. Una mirada que no buscaba nada, ya que todo lo había buscado ya. Una mirada que me recordaba a la canela aún siendo más profunda que el azul de mis sábanas.
No incitaba a sus patitas ni siquiera cuando yo tiraba una y otra vez las llaves de la celda de mis palabras.
Únicamente nos observábamos. Gritábamos silencio. Ocultábamos emociones que no existían. Sonreíamos tristeza y llorábamos alegría incorpórea.
No iba a alejarse de mi, ya que no podía alejarse de sí mismo, y yo no iba a alejarme de él, ya que no tenía el valor de buscar canicas pululantes entre el asfalto y la polución de los sentimientos de otros.
Él continuaba ahí, con su manto de pelo grueso y espeso. Con sus bigotes que hacían las veces de puentes para pequeños insectos que querían conocer mundo. Impasible ante mis lágrimas. Derrumbado por mis vagas sonrisas.

Hiciste muchas cosas...

El viento no perdió la oportunidad de abrazar mi cabello cuando aparecí detrás de tu fragilidad.
Y entonces caíste dentro de mi mirada. Hiciste autostop para llegar a mis caricias. Navegaste en una cáscara de suspiros para tocar mi sexo. Fingiste volar subiéndote a un árbol inexistente para robar una bajada de tirantes de mi camisón. Gritaste al silencio para crear un sentimiento que aún nadie había sentido. Saltaste por la luna de mis ojos para cortar una rosa a mis miedos y así regalársela a mis deseos.
Hiciste muchas cosas.
Pero nunca fuiste viento.

Hacer el amor para luego deshacerlo

Mis pasos se vieron sorprendidos por el tic tac del reloj. Descendí la mirada casi obligada por los gritos que arropaban mis entrañas con recuerdos apagados.
La espiral de besos pasajeros abofetearon mis labios dejando en ellos un leve sabor a canela.
Desabroché mi vestido y me miré no sin cierto recelo en el espejo cuyo cristal estaba siendo violado por centenas de hilos de mimbre. Todo opaco. Mi reflejo me devolvió tu mirada vertiginosa rodeando mi cintura, y tus manos mirando mis senos con insultante delicada insinuación.
No soportaba ver su sonrisa clavada en mis labios y opaqué todo sin vacilar lo más mínimo.
Y me dejé caer, forzando a las sábanas a fundirse en un abrazo con mi espalda, con pesadez mal disimulada. Terminé lo que había empezado desprendiéndome del viejo vestido.
El rojo tiró del naranja y el naranja tiró del amarillo y los tres colores ardieron en perfecta sinfonía.
Arrojé mi vestido y el fuego hizo el amor con él hasta deshacerlo en ardiente deseo impuesto.
Cogí un cigarrillo y lo encendí, sentándome desnuda junto a la atracción que calentaba mi cuerpo con agrado. Agrado que por segundos se convertía en hostil desgarro.
Eché un fugaz vistazo a mi alrededor. Pasé una mano por mi cabello adolescente, enfadado y burlón; sonreí con seriedad mientras mi labio inferior se dejaba pisotear cual vasallo por mis dientes.
Y ahí quedé durante toda la noche, pensando en descoser la opacidad de mi ser. Pensando en tirar las sábanas al fuego para tener una absurda excusa para llamarte.
Pero no hice nada, salvo continuar dañando mi labio inferior. Hasta que un leve hilo rojizo se dejó caer con inocencia para perderse entre mis pechos.

Aún


Las gotas de su conciencia desataron los rostros descosidos de su alma. Salta por palabras que en susurros se evaporan entre lágrimas mentoladas. Busca sonrisas fracturadas por tiempo que nunca existió más que en la mente del tiempo. Bebe de su locura y observa caídas de ojos que no la miran. Ojos que levantan la mirada para contemplar el camino abrazado por caricias y besos distantes. Besos que nunca tocaron unos labios y caricias que nunca rozaron la piel salpicada de deseo y temblor sudoroso. No lee los versos de su sonrisa para no despertar a gritos a las manos que solo piensan en rodear su cintura incierta. Ya no extiende en su sexo la pasión de su desconcierto. Pero aún puede entender los mensajes ocultos de su cuello. Aún puede abrazar a las noches que le arropa desde la lejanía de su miedo. Aún puede obligar a su cabello a girar despacio y burlón, de la mano de una sonrisa de despedida, mientras agarra con un hilo la luna, dejándola siempre atada a los pies de su cama, esperando que algún día, le ofrezca la respuesta que tanto espera.

Rincón cerrado

No soy lo que busca nadie.
(...)
Por eso mismo algún día alguien me buscará hasta la saciedad.

Zapato de cartón

Se rompió. Era evidente que tenía que pasar tarde o temprano. Era un zapato de cartón. ¡De cartón! Sí, como esas cajas risueñas que salen a patadas de los sitios donde viven cosas pesadas; sí, esas cosas pesadas que huelen a periódicos viejos. ¡Exacto!
Pero paren un instante, por favor; lo único que de veras importa en este rectángulo vital es el zapato de cartón.
Ella sabía que era débil; sabía que algún día se mojaría bajo la lluvia. Y si no hubiese sido así, alguien se habría encargado de comprar un punzón amarillo en aquella tienda desgastada y corrompida por los pájaros del pasado.
Cuando salió a la calle, observó la sombra azulada del gato de su vecina coja y de veras que intentó contener la risa, pero no, no pudo. Era una sombra tan retorcidamente azul y...en fin, el gato era tan ridículamente grande que...
Una sombra azul de un ser gatuno gigante... ¿quién no se reiría? Vale, nadie se reiría. Solo ella sabía ver ese tipo de cosas. Solo ella podía llevar un zapato de cartón en su mochila.
La vecina coja miró a la jovencita con desaprobación en la nariz y la jovencita se encogió de hombros porque las narices enfadadas le daban miedo.
Comenzó a correr calle abajo hasta que recordó aquel sueño que nunca tuvo en el que corría calle abajo hasta recordar un sueño que nunca tuvo.
Al final de la serpiente de asfalto estaba ése chico tan repelente.
Se burló de ella cuando ésta sacó de su mochila el zapato de cartón.
Ella sonrió porque sabía que en el fondo se moría de ganas de pintar girasoles verdes en el zapato.
-Pinta un girasol- casi le ordenó la joven ofreciéndole un tronquito verdoso que hacía las veces de objeto escolar, o lo que sea.
-¿Por qué iba a hacerlo?
-Porque te mueres de ganas de subir la calle conmigo.
El chico repelentoso cogió el objeto verdoso y pintó en la solapa de cartón un girasol perfecto.
Ella bostezó y gritó:
-¿Eres tan aburrido siempre?- a continuación pintó al perfecto girasol un bigote de pez y una cola escamosa de señor malhumorado.
-Nada de lo que dices y haces tiene sentido- escupió más que dijo aquel ser vivo pululantemente repelente.
La jovencita se mordió un brazo y evidentemente comenzó a llover.
Y no merece la pena contar lo que pasó después.
El zapato de cartón se mojó, claro, pero eso ya lo intuíais todos ¿verdad?
Pues...siento decepcionaros. El zapato de cartón tuvo un sueño mientras las gotas le violaban sin atreverse a correrse (ninguna de ellas, de veras) y bueno, digamos que en ese sueño él se transformaba en un girasol verde y...vale, no, realmente no tuvo ningún sueño... ¿Por qué seguís leyendo? ¿Acaso os parece serio leer el sueño de un zapato de cartón?
A ella sí se lo parece, pero ella no necesita leer esto, ya que ya lo sabe todo.

En honor a Leopoldo María Panero

Y hoy las sombras igual dejen de ser sombras. Igual pueda aferrar la mano incorpórea de mi mente para demostrar que mi sombra siempre tuvo sentimientos. Quién sabe nada. Quién sabe quien soy yo.
La melodía de otro ser me aprieta contra él mientras pienso y medito acerca de lo mucho que ha hecho por mi aquel loco llamado Leopoldo María Panero.
La irritación de la mañana mojada sonríe cuando me dejo caer en un montón de hierba que nadie nunca tocó.
La pierna juguetona se divierte al contemplar el zapato de tacón que alguien algún día quitará en medio de una erección.
Y vuelven a mi mente esas sombras que igual hoy dejarán de ser sombras, y la mano incorpórea de mi mente. Y sobre todo, vuelvo yo a mi mente, como un recuerdo borroso por el que miles de sombras perderán todo lo que una sombra pueda perder.

Tiovivo en llamas

Un hombre de traje azul caminaba de un lado a otro comprobando que los arbustos no rompiesen los moldes de lo que convencionalmente se entiende por "arbustos", una mujer de amplia sonrisa llevaba a merendar a su hijito, mientras le prometía que tras ello darían otro mini-paseo...Y...bueno, el pequeño parecía tremendamente feliz por ello, aún cuando...no, no importa...Continuo, un señor abastonado pensaba en hacer fotos con una cámara más grande que su cabecita despoblada, una joven estirada caminaba resuelta olvidando que hasta hacía poco tiempo su única preocupación había sido caer bien a unas personas que jamás harían nada por ella, un perro daba vueltas de un lado a otro con impertinencia y cierta mofa perruna en su mirada y...Y bueno, también había una chica sentada en un muro, apoyada en una valla cuyos barrotes estaban siendo violados por unos viejos trozos de tela; ésa chica miraba atentamente al hombre de traje azul, a la mujer con su hijito, al señor abastonado, a la joven estirada, al perrito enigmático...Y nada de ello le reconfortaba, nada de ello consiguió que estuviera más de veinte minutos allí sentada.
Me levanté del muro, dejando atrás la valla violada y, lo único en lo que pude pensar es en aquel niñito feliz por volver a dar otro paseo aún cuando payasos, cisnes, calabazas, tazas gigantes y caballitos de mar habían sido devastados por las llamas.

Dibujando cocodrillos

Él se reía con tranquilidad mientras la pequeña niña lloraba por dentro llena de impotencia.
Para ella todo se resumía en que él se le acercase y le diera un beso en la mejilla.
Él, por su parte, no pensaba dárselo, simplemente no le apetecía.
Ella lloró y el niño se rió con más ganas.
-¿De veras es importante para ti?
La niñita no contestó y se limitó a pensar en ello.
¿Realmente un simple beso importaba? Igual no, pero, igual en ése momento era lo que ella deseaba; igual esa falta de cariño estaba inmersa en una capa de pequeños momentos cercanos que no acababa de comprender.
Él seguía riendo y miraba a la pequeña con indiferencia, esperando a que ella contestara; bueno, miento, realmente no importaba mucho lo que ella contestara, ya que sabía de antemano que diría alguna estupidez y que lo único que conseguiría era cabrearle.
La pequeña era consciente de ello, por lo que se limitó a sonreir ampliamente y sin dudarlo dijo:
-Lo que necesito es una piruleta. ¡Hasta pronto!
Él se quedó mirando cómo se marchaba, y no logró comprender el significado de ésas palabras hasta que dibujó un cocodrilo en su cuadernillo de gramática.