viernes, 12 de septiembre de 2014

El eterno maullido

Sus orejas incitaban al desconsuelo de mis lágrimas. Se movían despacio con un desdén que no pretendía ser disimulado. Me resultaba entrañable su indiferencia y a la vez ésta era la causante de que todos los días hubiese invitaciones al llanto en el buzón de mi corazón. O al buzón de mi mente. Qué más da. Corazón y mente eran solo dos hermanos enfrentados a los que ya hacía tiempo había abandonado por no poder reconciliarlos.
Me miraba impasible con sus patitas pobladas de pelo espeso y me acariciaba insultante con sus canicas azuladas.

No esperaba nada de él y él no esperaba nada de mi. Él no me pertenecía y yo no lo pertenecía a él. Es más, ni siquiera me había molestado en ponerle nombre en todos estos años. No vivía conmigo y yo no parecía ser digna dueña para él. Pero, por alguna extraña razón siempre aparecía contoneando su discreción cuando me lanzaba hachas invisibles en la oscuridad del día.
En cambio desaparecía ante la claridad de la noche.
Su mirada era como la mía. Una mirada que no buscaba nada, ya que todo lo había buscado ya. Una mirada que me recordaba a la canela aún siendo más profunda que el azul de mis sábanas.
No incitaba a sus patitas ni siquiera cuando yo tiraba una y otra vez las llaves de la celda de mis palabras.
Únicamente nos observábamos. Gritábamos silencio. Ocultábamos emociones que no existían. Sonreíamos tristeza y llorábamos alegría incorpórea.
No iba a alejarse de mi, ya que no podía alejarse de sí mismo, y yo no iba a alejarme de él, ya que no tenía el valor de buscar canicas pululantes entre el asfalto y la polución de los sentimientos de otros.
Él continuaba ahí, con su manto de pelo grueso y espeso. Con sus bigotes que hacían las veces de puentes para pequeños insectos que querían conocer mundo. Impasible ante mis lágrimas. Derrumbado por mis vagas sonrisas.

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