jueves, 25 de septiembre de 2014

Sueños con aroma a café

Volvía a casa, era temprano, o tal vez demasiado tarde. Mis pasos eran pesados y mis brazos temblaban de cansancio. Todo eran cuestas aún siendo llano el camino.
Aún con todo, me gustaba el color del cielo, era lo único que me hacía sentir arropada, parecía decirme "deja de pensar, en breves podrás descansar". Pero maldita sea, no quería descansar, así pues, como era habitual en mi, llegué a casa y me eché un café bien cargado. Total, ya había amanecido prácticamente del todo y dormir me asustaba. Necesitaba ordenar cada instante de aquella noche en mi cabeza para poder pedirles explicaciones más tarde y temía que al dormir se hiciesen un nido de hilos enredados, imposibles de deshacer al despertar.
Y allí estaba, sentada en el sofá, mirando con recelo al sol salir por la ventana, pensando en lo fácil que era todo para él.
"Ojalá fuese sol" "Vaya egocentrismo el mío".
Y así pasaron las horas, saltando de pensamiento en pensamiento, a cada cual más incoherente. 
Acabé aceptando que hay noches tan horribles que acaban siendo perfectas; la clave del desastre reside en el día siguiente.
Al día siguiente comprendes que eres una estúpida coleccionista de recuerdos de cristal, frágiles pero bellos, sinceros pero catastróficos. Recuerdos que te hacen coger frío, tanto como para correr el riesgo de enfermar.
Esa noche me gané una medalla por mis errores. Grité todos mis silencios, arrugué mis miedos y los tiré a la papelera, besé los labios de lo imposible y empujé al precipicio todo aquello que amaba entre sonrisas machacadas por mis lágrimas.
Pero la clave continuaba estando en el día siguiente a la fatalidad.
Sonrojé a mi espejo con una intimidante mirada repleta de rencor, odio y cierta arrogancia.
¿Cómo podía alegrarme lo más mínimo de ser tan idiota?
Pasé toda la tarde abrazada al humo de un cigarrillo, sentada en una butaca, observando cómo las nubes del desastre desaparecían poco a poco, aclarando mi azul. 
Tiré la colilla al escenario, ya podía estar tranquila. Ya podía marcharme.
Todo había sido un sueño. La noche no había sido noche y el día no existía, porque era noche.
Sudando en escalofríos salí a dar un paseo. Fui directa a la papelera más cercana en busca de mis arrugados miedos; los necesitaba cerca de mi, para no tener miedo.
Aveces necesitamos mojarnos bajo la lluvia para mantener nuestra mente seca.
Aveces, convertimos la realidad en sueños para no tener pesadillas, y otras, transformamos las pesadillas en realidad para tener una excusa para soñar.

-He tenido una noche horrible.
-¿Quieres un café?
-Vivo en un café constante.
-Cállate.







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