viernes, 12 de septiembre de 2014

Un bastón en la arena

El cántico de las olas empujaba la brisa hacia la cara del señor, que sentado en la arena ignoraba la humedad de ésta.
Cada mañana acudía a la llamada de esa brisa perfumada sutilmente por un coro sin fin de criaturas marinas. Podía notar la esencia del mar abrazándole con delicadeza y maternal cariño.
Siempre pensó que la mar era la madre de todas las lágrimas. Lágrimas de tristeza y alegría que solo podían ser acunadas por una madre bonita e inmensa. Con este pensamiento, el señor de trasero húmedo por la arena, comenzaba un viaje cuyo transporte eran sus manos y cuyos pasajeros eran sus sentidos; viaje hacia el interior de esa húmeda y cosquilleante arena.
Le gustaba repetir esta acción cada mañana, ya que era cuando los granitos aún dormían envueltos en sus mantas formadas por otros granitos. El señor les despertaba acariciándolos con ternura con la nave tripulada por sus sentidos. Sentidos que se pegaban a las ventanas con alegría para ver y sentir a partes iguales.
El cantar de las gaviotas suplicaba sus minutos de protagonismo, obsequiando al señor cada día con una balada lenta y tranquila, cuyos coros eran las olas del mar llevando pentagramas espumosos a la orilla, para luego partir de nuevo.
Cuando el viaje y la música acababan, el señor se incorporaba y caminaba hacia la orilla para recoger las notas que los espumosos pentagramas habían dejado a su paso.
Conchas redonditas y ovaladas, de textura áspera y nostálgica, como una pizarra vieja, gastada por miles de tizas ansiosas por dibujar cosas que jamás existirían.
El señor recogía decenas de notas ásperas para luego llevárselas a su nieto, quien le compensaba con el regalo más bonito de todos: una risa repleta de alegría e ilusión. Poco más necesitaba para ser feliz. No necesitaba ver para sentir, ni vista para ver. Solo le hacía falta que el telón de la mañana se abriese cada día, y el aplauso final de la representación, transformado en la risa de su nieto.
Cogió su bastón para poder percibir el camino de vuelta a casa, sintiendo un escalofrío por toda su alma, provocado por la inmensidad de la brisa, el olor del mar, el cantar de las gaviotas, las conchas de su bolsillo…
Mientras, otro señor pasó por su lado, ajeno a todo, exclamando malhumorado que sus zapatillas se habían ensuciado.
-Mira por dónde vas-dijo entonces el señor ciego al hombre de las zapatillas. Y siguió caminando, sonriendo.

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