sábado, 24 de enero de 2015

Una historia tan normal que apesta


Era un día como otro cualquiera. Vale, empiezo mal. Era un día peculiar. Miento.
Era un día nublado y aburrido. Así tampoco está bien, pero adelante. Me desperté demasiado temprano, fui a por un café a la cocina y me fumé un cigarro sin pensar en absolutamente nada, como era habitual cada mañana.
-Hija, recuerda que vamos al médico.
La voz de mi madre en la penumbra del pasillo no me sobresaltó ni lo más mínimo, es más, estaba acostumbrada a reírme de sus pelos matinales mientras le advertía de mi cigarrillo indicándole que cerrase la puerta.
-Aham-fue mi respuesta, para en breves añadir un millón de cosas sin importancia. Siempre he abrumado a mi madre con mis historias. Y ella siempre ha escuchado paciente, sonriéndome las gracias sin gracia que le contaba.
Al poco rato mi hermana pequeña se despertó y fue a la cocina y como era de esperar, se rió de mis pintas de camionero alcohólico que acostumbraba a llevar recién despertada.
-Calla, algún día estarás tan desencantada de la vida como yo e irás incluso peor-era una de mis crueles respuestas propias de toda hermana mayor que se precie.

Salimos de casa, esperamos al autobús poco más de cuarto de hora y finalmente llegamos al médico mi madre y yo. Tres horas en una sala de espera dan para cargar la batería del móvil al completo, aunque ello suponga la mirada llena de odio de todos los allí presentes que esperan que desenchufes el maldito cargador de una vez para enchufar sus móviles. Yo reía de ello por lo bajo y mi madre, lejos de regañarme, reía conmigo. 

Como podéis apreciar, el día más normal no podría haber sido. Y no, no cuento esto para que luego estalle todo en un drama hospitalario ni mierdas. En realidad iba al médico por la cosa más absurda del mundo. Tan absurdo que me niego a contarlo.

Volvimos a casa y mi padre acababa de volver del trabajo. Sentado en el sofá viendo un documental como era habitual en él.
Le saludé y me fui a mi habitación a descansar cuando de pronto algo me hizo levantarme sobresaltada. ¿El qué? No lo entenderíais. Pero ahí estaba, en pie, a punto de calzarme y coger mi abrigo para salir de casa.
-¿Dónde vas hija?
-No lo sé. Luego os veo.
Y salí de casa apresurada, sintiendo cómo las grises nubes aplaudían mi extraña iniciativa. Cogí el primer autobús a la ciudad. ¿Y ahora qué? Tenía mucho por hacer y a la vez no sabía qué narices haría. 
Volví a coger otro autobús. Aún más lejos. ¿Y...bien? Qué se yo, era genial tener todo un mundo de posibilidades acompañada únicamente de mi imaginación llena de garabatos. 
En realidad sabía bien lo que hacía. Tan bien que el pecho me dolía a cada paso que daba por las mojadas calles. 
-Eh-me dijo.
Sonreí.

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