miércoles, 16 de febrero de 2022

Rotos

Camino de un lado a otro con la mirada,  anclando los pies en ese hueco de la mente rodeado de momentos inertes. No puedo dejar de buscar una salida segura, sin fracturas ni gritos silenciados. Intento respirar despacio una y otra vez pensando que ese es el único mapa que necesito para conseguir salir de ahí. Pero no funciona y mirar sólo me devuelve oscuridad. Cierro los ojos, siento un cosquilleo por el cuerpo y comienzo a ver. Un pie logra dar un paso al frente y el otro, receloso, hace lo propio, dejando huella sobre esos cartones emocionales del pasado. Esos momentos opacos como un recuerdo que nunca existió. 
Salgo de mi mente y el aire es más limpio. Puedo caminar sin tropezar y respirar sin pensar en la frecuencia de cada respiro. 
Todo parece más sencillo cuando te liberas por un instante de las cadenas internas. No siempre hay que tener los ojos abiertos para ver lo que necesitas ver. A veces, pisar fuerte encima de las limitaciones de la mente te ayuda a encontrar el punto de inflexión que necesitas para poder abrir los ojos sin sentir que te falta el aire. 
La realidad no es el reflejo de un puñado de recuerdos ardiendo ni tu imaginación la manguera que los apague. Simplemente con un suspiro puedes estar en el aquí y ahora. En ese instante presente y fugaz en el que todo es posible. Ese momento en el que puedes tomar el camino que te dé la gana y decidir si abrir o cerrar los ojos, sin imposiciones. Libremente. 
Al final lo único que importa es esa sensación de libertad. Y qué bien sienta ese aire limpio en mi cara.

viernes, 21 de junio de 2019

Detrás de la sala de espera

La necesidad de dejar fluir todo lo que sentía, aunque todo lo que sintiese estuviese en ruinas, fue lo único que me salvó esa noche.
No estaba preparada para finjir frente a mi misma que todo iba bien y descubrí que eso es precisamente el mejor consuelo que puedes experimentar cuando todo va mal. Simplemente permitirte caer y chocar para después sentir el dolor de la caída. Destrozada, hecha pedazos, sin siquiera intentar recomponer algunos de ellos.
Ahí estaba yo, mirando desde abajo lo que un día había sido mi vida, mi mayor felicidad.
Me quedé dormida entre mil lágrimas y al despertar todo estaba en su sitio.
El dolor es necesario para dejar de sentir dolor. Esconderse en placebos y valentía enmascarada tan sólo una sala de espera de la que debes salir tarde o temprano.



lunes, 25 de febrero de 2019


No nos enseñaron a vivir despacio. A pensar en las consecuencias, a observar lo que sucede a nuestro alrededor tras cada paso que damos. Nos enseñaron a vivir deprisa. A ir a todo trapo, destrozando o ignorando lo que vamos dejando atrás; obsesionados por el futuro inmediato e ignorantes del presente. Y el pasado. El pasado solo es la sala de espera donde apelotonamos los recuerdos, malos y buenos, donde acudimos de vez en cuando, para beber agua y suspirar hondo antes de volver a la carrera.

Una carrera constante. Tenemos prisa por todo, y queremos sentir la adrenalina de ir deprisa, viviendo todo intensamente. Y no entendemos que a veces para respirar no solo es importante el oxígeno.

Y nos caemos, o triunfamos. Y nos da igual a la larga, porque hay que continuar, desprovistos de equipaje. A veces incluso desnudos de emociones. Corremos, y nos corremos en los sentimientos. Que más da. Estamos demasiado ocupados para apreciar una sonrisa o una taza de café junto a esa persona que tanto quieres y a la que hace tanto que no ves.

Algunos días tengo este tipo de reflexiones. Despierto, miro a un lado, y solo quiero que se pare el tiempo y guardar cuidadosamente en un frasco todas las mañanas. Ese momento del día puro, inmenso y frágil al mismo tiempo. Donde solo coexisten la verdad y la perfección de lo sencillo. De lo real. Y, en esos instantes, no logro entender por que el mundo tiene tanta prisa. Yo soy la primera que va deprisa, pero, aun puedo sumergirme y poner mi vida en pausa cuando despierto y me giro hacia el otro lado.

Esos minutos son los que compensan una vida de prisas.


jueves, 21 de junio de 2018

Descanso injustificado

Siempre supuse que ser adulta no se me daría bien. No sé planear a largo plazo ni hojear revistas de muebles. No veo las cosas bajo perspectivas cerradas. Todo lo veo de mil formas diferentes y nunca sé a ciencia cierta cuál es la buena.
Se me da bien escapar cuando algo no me gusta lo suficiente. No me paro a analizar si el siguiente paso es acertado, tan sólo lo doy y me adapto a mi decisión hasta que encuentro algo que me haga más feliz que lo anterior. 
Pero la puta verdad es que nunca llego a esa felicidad. Y cada vez estoy más cansada de luchar por algo que nos han vendido y que en realidad no existe.
Asi que prefiero seguir cayendo y riendo a partes iguales. Al fin y al cabo, nadie se hace adulto del todo nunca.

jueves, 5 de abril de 2018

No espero pero espero


Ahí estaba yo, serena y en tregua conmigo misma, en esas calles que un día fueron rutina para mí, intentando cerrar herméticamente los recuerdos de otras calles que no llegaron a ser rutina, pero sí la más bella y disparatada representación del verbo vivir.

Cierro los ojos para poder ver todo lo que necesito en ese momento, tan incompleto que es perfecto de un modo u otro. La brisa me toca un hombro. Siento una puñalada en el pecho. Caen las cenizas.

Un paseo bajo la nieve. Mañanas de bacon y huevos fritos. Besos furtivos en los pasillos. Esperas en la parada de autobús tiritando de frio. Camas sin hacer. Planear viajes en los bares. Y esas escaleras hasta el tercer piso. Una pecera. Un cepillo de dientes. Esos pantalones de deporte como símbolo de discusiones. Coldplay en la noche mas feliz de mi vida. Naranja y ron en la cocina. Vino y juegos en el salón. Y ese bar en plena cuesta. Visitas de madrugada. Cigarros en el patio. Noticias importantes en los olivos. Amor vestido de traje. Uñas pintadas de colores. Películas y decisiones apoyadas por abrazos. Disfraces de oso. Cervezas en el garaje. Una mirada sin censura.

Abro los ojos sintiendo el orden dentro del desorden. Vuelvo a cerrarlos un instante y oigo ese débil portazo; siento ese nudo en la garganta de camino a casa, entendiendo todo sin ser capaz de decir nada.
Ya no quedan cenizas, pero todavia guardo ese cepillo de dientes.


jueves, 22 de marzo de 2018

Parte I

Durante mucho tiempo había intuido esa escena perfecta para mí. Ese lugar, cargado de melancolía, historias y cierta libertad salvaje. Esa postal en colores cálidos pero apagados al mismo tiempo, fácil de encajar bajo la melodía de Between the bars, de Elliott Smith. Sí, desde hacía años, gracias a las pinceladas de varias noches en vela, sabía, sin saber, el sitio en el que sería plenamente feliz. No era un lugar en el que quisiese vivir, ni en el que quisiese pasar una noche entera siquiera, tan sólo era el sitio al que debía ir, para transformar ese instante en la razón del resto de instantes de mi vida.






El problema era que no sabía cómo llegar ahí, ya que desconocía el verdadero trasfondo y significado de lo que quería. Es curioso reconocer fugazmente el calor y la nostalgia de un momento que jamás se ha producido. Creo que no hay nada más real que sentir por algo que no existe. Es ahí cuando entran en juego tus sentimientos más profundos, esos que dejas de lado cada día, pero sabes están ahí, a la espera de una canción que los revuelva, o de una mirada que les haga escalar al exterior. Cuando algo es evidente, las emociones también lo son. Cuando la imaginación debe moldear lo intangible, las emociones te rasgan el alma.
Dos recuerdos son los precedentes a ese momento de plena consciencia de mi ser. Una noche disfrazada de oso junto a una tienda de campaña, observando las ramas de un árbol, con esas personas que tantos instantes han estado a mi lado. Esa noche me pareció vivir dentro de una escena de Donde viven los monstruos. Magnífica, surrealista y llena de magia.




La segunda vez que pude intuir ese lugar perfecto fue escuchando música en un piso compartido. Era una noche de invierno, tres personas en el salón bebiendo vino y jugando a eso de reconstruir pedazos sueltos de nuestras vidas a base de canciones y grandes consejos. No recuerdo la canción que hizo clic en mi interior, pero sí recuerdo el vídeo. Una chica estaba en un bosque, libre, salvaje, desgarradoramente viva. Tan sencilla y tan compleja al mismo tiempo. Creo que la mezcla de vino, música y vivencias me hizo sentir un flashback de esa postal cálida y apagada al mismo tiempo.

Y entonces una maleta y esas estaciones de tren...






domingo, 8 de octubre de 2017

Vuelta


Entré en mi habitación dejando atrás el olor de la madera y las copas a medio terminar, recogiendo en mi mente cuidadosamente las ultimas risas, llantos y palabras. Todo estaba muy vacío a mi alrededor, y al mismo tiempo repleto de recuerdos y emociones. Tardé mucho en dormir esa noche y muy poco en despertar. Con mis ojeras a modo de guías dejé mi habitación. Qué narices…dejé mucho más que eso. Hacia frio, Mark and Spencer estaba abierto, aun conservaba algún que otro globo en la puerta de la inauguración del día anterior, entre a por un café y me despedí de la dependienta sabiendo que ese ‘bye, see you soon’ no iba solo para ella, sino para todo Aviemore, para toda Escocia.

El resto del viaje no importa. Estación de tren, aeropuerto y maletas poco estables desafiando el tiempo de espera (y mis nervios). Un cigarro. Un café. Una bebida extraña. Otro café.

Llegada a Madrid. Uau. Sin más. Uau. Me tiemblan las manos, me arreglo el pelo a cada segundo, como si eso pudiese mantener mi mente distraída. Allí estaba, y todas mis palabras, pensamientos, escritos y sueños quedaron comprimidos en tan solo un segundo, a punto de desvanecerse todos ellos.

Pasan las horas. La noche en Toledo me recuerda lo que es el verano. Es agradable, pero mi mente está muy ocupada haciendo puzzles, sin ser consciente de las piezas perdidas. La resaca de sonrisas torcidas me abruma al despertar. Tomo un café y suspiro por dentro, resignada ante el fracaso de mis intentos nocturnos por completar lo imposible de completar. Voy a casa creyendo ser capaz de encontrar esas piezas. Igual están perdidas en la maleta, o tal vez las he dejado en Escocia…

Pasan los días. Las semanas. Es agradable estar en casa de nuevo, aprendiendo a cada momento lo que es vivir siendo frío en medio del calor.

De vez en cuando me pierdo mirando por la ventana, observando la luna, imaginando cómo será su cara oculta, sonriendo al recordar esos ojos que se preguntan lo mismo de vez en cuando. Me gusta el silencio de la noche, me deja el tiempo que necesito para rescatar mis recuerdos. No los quiero arropar, sino guardar. La brisa me los brinda y yo hago el resto.

Esos ojos que se preguntan cosas suelen estar a mi lado. Los miro a ratos, no mucho, no vaya a darse cuenta de lo mucho que me gusta tenerlos cerca. Aún a veces echo de menos esas ultimas risas, llantos y palabras, esa habitación con olor a vainilla y rendijas en la ventana, pero sé que solo tengo que girar la vista para recordar por qué merece la pena la brisa en mi cara.