No nos enseñaron a vivir despacio. A pensar en las
consecuencias, a observar lo que sucede a nuestro alrededor tras cada paso que
damos. Nos enseñaron a vivir deprisa. A ir a todo trapo, destrozando o
ignorando lo que vamos dejando atrás; obsesionados por el futuro inmediato e
ignorantes del presente. Y el pasado. El pasado solo es la sala de espera donde
apelotonamos los recuerdos, malos y buenos, donde acudimos de vez en cuando,
para beber agua y suspirar hondo antes de volver a la carrera.
Una carrera constante. Tenemos prisa por todo, y queremos
sentir la adrenalina de ir deprisa, viviendo todo intensamente. Y no entendemos
que a veces para respirar no solo es importante el oxígeno.
Y nos caemos, o triunfamos. Y nos da igual a la larga, porque
hay que continuar, desprovistos de equipaje. A veces incluso desnudos de
emociones. Corremos, y nos corremos en los sentimientos. Que más da. Estamos
demasiado ocupados para apreciar una sonrisa o una taza de café junto a esa
persona que tanto quieres y a la que hace tanto que no ves.
Algunos días tengo este tipo de reflexiones. Despierto, miro
a un lado, y solo quiero que se pare el tiempo y guardar cuidadosamente en un
frasco todas las mañanas. Ese momento del día puro, inmenso y frágil al mismo
tiempo. Donde solo coexisten la verdad y la perfección de lo sencillo. De lo
real. Y, en esos instantes, no logro entender por que el mundo tiene tanta
prisa. Yo soy la primera que va deprisa, pero, aun puedo sumergirme y poner mi
vida en pausa cuando despierto y me giro hacia el otro lado.
Esos minutos son los que compensan una vida de prisas.
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