El problema era que no sabía cómo llegar ahí, ya que desconocía
el verdadero trasfondo y significado de lo que quería. Es curioso reconocer
fugazmente el calor y la nostalgia de un momento que jamás se ha producido.
Creo que no hay nada más real que sentir por algo que no existe. Es ahí cuando
entran en juego tus sentimientos más profundos, esos que dejas de lado cada día,
pero sabes están ahí, a la espera de una canción que los revuelva, o de una
mirada que les haga escalar al exterior. Cuando algo es evidente, las emociones
también lo son. Cuando la imaginación debe moldear lo intangible, las emociones
te rasgan el alma.
Dos recuerdos son los precedentes a ese momento de plena
consciencia de mi ser. Una noche disfrazada de oso junto a una tienda de campaña,
observando las ramas de un árbol, con esas personas que tantos instantes han
estado a mi lado. Esa noche me pareció vivir dentro de una escena de Donde viven los monstruos. Magnífica,
surrealista y llena de magia.
La segunda vez que pude intuir ese lugar perfecto fue
escuchando música en un piso compartido. Era una noche de invierno, tres
personas en el salón bebiendo vino y jugando a eso de reconstruir pedazos
sueltos de nuestras vidas a base de canciones y grandes consejos. No recuerdo
la canción que hizo clic en mi interior, pero sí recuerdo el vídeo. Una chica
estaba en un bosque, libre, salvaje, desgarradoramente viva. Tan sencilla y tan
compleja al mismo tiempo. Creo que la mezcla de vino, música y vivencias me
hizo sentir un flashback de esa postal cálida y apagada al mismo tiempo.
Y entonces una maleta y esas estaciones de tren...
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