Ahí estaba yo, serena y en tregua conmigo misma, en esas
calles que un día fueron rutina para mí, intentando cerrar herméticamente los
recuerdos de otras calles que no llegaron a ser rutina, pero sí la más bella y
disparatada representación del verbo vivir.
Cierro los ojos para poder ver todo lo que necesito en ese momento, tan incompleto que es perfecto de un modo u otro. La brisa me toca un hombro. Siento una puñalada
en el pecho. Caen las cenizas.
Un paseo bajo la nieve. Mañanas de bacon y huevos fritos.
Besos furtivos en los pasillos. Esperas en la parada de autobús tiritando de
frio. Camas sin hacer. Planear viajes en los bares. Y esas escaleras hasta el
tercer piso. Una pecera. Un cepillo de dientes. Esos pantalones de deporte como
símbolo de discusiones. Coldplay en la noche mas feliz de mi vida. Naranja y
ron en la cocina. Vino y juegos en el salón. Y ese bar en plena cuesta. Visitas
de madrugada. Cigarros en el patio. Noticias importantes en los olivos. Amor
vestido de traje. Uñas pintadas de colores. Películas y decisiones apoyadas por
abrazos. Disfraces de oso. Cervezas en el garaje. Una mirada sin censura.
Abro los ojos sintiendo el orden dentro del desorden. Vuelvo
a cerrarlos un instante y oigo ese débil portazo; siento ese nudo en la
garganta de camino a casa, entendiendo todo sin ser capaz de decir nada.
Ya no quedan cenizas, pero todavia guardo ese cepillo de dientes.
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