No tener que decir nada a nadie porque todo te lo has dicho a ti mismo.
Haber encontrado la fórmula mágica, o no tan mágica, más bien mundana y hasta algo opaca, de comprender que lo que aveces vemos, no es lo que de verdad ocurre.
Que aveces, vemos colores brillantes hasta en una cartulina negra; porque sí, porque nos hace cosquillas en los ojos la idea de que exista la purpurina. Tanto que la vemos donde sea.
Y de tanto quitarte ese mechón de la cara con media sonrisa, al final te lo quitas de una, te das la vuelta y te enciendes un cigarro para mantener tus labios ocupados. Con la decisión, o convicción, de haberte dado cuenta de lo absurdos que somos todos de vez en cuando. De lo mucho que nos gusta crear infinitos con los dedos, y lo complicado que es superar los atascos de cada una de sus líneas.
Y desistes porque ya no tienes ganas. Y ves la cartulina sin colores brillantes. Y zanjas el meeting que has tenido contigo mismo. Ése debate donde se ha hablado de todo, para no tener que hablar con el mundo.
Te enciendes otro cigarro.
Te das media vuelta.
Y olvidas el sabor que quedaba en tus labios al esbozar media sonrisa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario