Caminamos los dos por el parque, observando cómo las plantas nos saludaban impulsadas por la brisa. Un señor pasea a su perro, risueño se acerca a nosotros y nos desea un buen día.
Hay momentos en los que la sencillez es tan compleja que puedes resumir un día entero con una sonrisa. Acostumbrados a acumular recuerdos con olor a plástico, hemos olvidado que las nubes no tienen olfato. Ellas guardan cuidadosamente en su interior un sin fin de historias verdaderas; no tienen espacio para la banalidad. Hemos olvidado que los relojes se inventaron para unirnos, y no para separarnos. Ya no somos capaces de ver nuestros reflejos en un charco de lluvia, en cambio, abrimos nuestros paraguas despreciando la magia de unas gotas que jamás volverán a existir.
Sigo caminando con aquel pequeño principito, le enseño a respetar a los insectos que encontramos por el camino. Le muestro cómo las hojas de los árboles bailan, los bancos de madera en los que centenares de enamorados se dieron su primer beso. Aquel viejo gato que vaga de un lado a otro, sintiéndose ajeno a las pisadas de la gente.
-Mira, ese gato no lleva reloj-le digo.
Él sonríe, le acaricia una oreja, divertido.
Continuamos paseando, sabiendo que acabamos de alegrar el día a una nube.
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