Abriendo puertas y cerrando ventanas. Puertas amargas. Ventanas de caramelo. No se me daba bien elegir. Mi visión del mundo era un pantano sin vida, repleto de tonalidades verdes ennegrecidas por las nubes. A un lado acuarelas, al otro, lienzos en blanco, rotos y con alguna que otra astilla. Yo siempre me acercaba a esas astillas, por alguna razón sentir el dolor en mis manos aliviaba aquellas horribles escenas de mi cabeza.
Las palabras bañadas en azúcar empachaban mis sentidos. Coleccionaba puntos suspensivos, prisioneros del silencio.
Siempre había dos caminos, y a la vez miles de ellos. Centenas de caricias que jamás sentiría. Millones de besos frustrados por la pasividad. Un sólo juego. Varias cartas en mis manos. Ningún rival.
Apareces de entre las ramas de mis lágrimas, tropiezas y caes sobre mis labios; te recito el poema más nefasto de la historia, creyendo que así te largarías. Te quedas. Suspiro. Te grito. Te acercas. Rompo tu paracaídas para que no puedas llegar a mis pensamientos. Paciente esperas junto a ellos, con tus ruinas sobre la cabeza. Me muestras una piedra rota sonriendo. Me doy media vuelta. Estás junto a mi, con tus pedazos intactos.
-Mira esa ventana.
-No me gustan las ventanas-contesto, sin prestar atención.
-Voy a poner candado a todas esas puertas, no te quedará más remedio que seguirme.
-Vete a la mierda.
Empiezas a tararear los versos de aquel horrible poema.
-Cállate.
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